LITERATURA
Mi vida en mis patios
Quiero dejar testimonio de cómo vivíamos en las casas de vecinos, que hoy se conocen en el mundo entero como los Patios Cordobeses. Os contaré los recuerdos de mi niñez en la década de los cincuenta.
Nací en el mil novecientos cuarenta y ocho. Me crié en una de tantas casas, llamadas de vecinos, quizás porque en ellas habitaban varias familias, la mayoría de origen humilde, carentes de todo tipo de lujos y comodidades, como las que hoy disfrutan nuestros hijos.
Pero si tengo que ser sincera y visto desde la distancia y la madurez que dan los años, creo que mi niñez, como la de tantos de mi generación, aún en la escasez, y en la total carencia de lo que ahora llamamos bienestar social, fue mucho más rica en experiencias. Como pueden ser; vivir al aire libre, es decir en los patios y también, por qué no, en la calle, y no por dejadez de nuestros padres, si no porque tuvimos la gran suerte de conocer nuestros barrios sin apenas tráfico, por no decir ninguno, de tal manera que nuestras madres estaban muy tranquilas cuando jugábamos en las puertas de las casas, pues lo máximo que nos podía pasar era alguna torcedura de tobillo, al saltear a la comba, o magulladuras en las rodillas al caernos, de ahí su tranquilidad.
Como buena anfitriona, quiero que conozcáis como era mi casa, cuando menos aproximadamente. Mi casa estaba situada en el barrio de San Pedro, en la calle Mucho Trigo número diez, antiguo treinta y cinco, rodeada del patrimonio artístico monumental más importante de la ciudad de Córdoba. Esta casa la compraron mis abuelos paternos en el año mil novecientos treinta y dos, por el precio de ocho mil pesetas.
Se da la curiosa circunstancia que quien le vende la casa a mi abuelo, fue D. Manuel Enríquez Barrios que ejerció como Alcalde de Córdoba, desde mil novecientos trece al mil novecientos dieciséis, abogado y Juez de Paz. El citado D. Manuel había sido declarado heredero por la propietaria de la casa, Doña Ramona Aroca González, viuda y sin hijos, que a su vez lega, en el mismo testamento, doscientas cincuenta pesetas a las Hermanitas de los Pobres de Córdoba.
Era una casa de poca fachada, apenas seis metros. En la fachada sólo había un enorme portalón de madera, con escalón de mármol por el que se accedía al primer patio. Entrando a la izquierda se encontraba la primera vivienda que constaba de dos habitaciones, una más pequeña que la otra, en la que habitaban los únicos inquilinos, Francisco y María –esta última es la única persona que aún vive de la generación anterior a la mía-, que no pertenecían a la familia. Se trataba de un matrimonio y sus dos hijos; Paco y María. Tengo que decir que llegaron a ser entrañables, ya que compartimos muchos buenos momentos.
Este primer patio se iba estrechando hasta llegar a la entrada del segundo y principal. En esa especie de puerta de entrada, entre uno y otro patio, a ambos lados de la pared había unas fotografías muy antiguas de la virgen y un sagrado corazón de Jesús. Ambas estaban protegidas en una especie de hornacina con un cristal y se conservaban bastante bien. Llegados a este punto ya en el patio mayor y principal, dando unos pasos a la derecha entramos en el “patinillo”, un patio mucho más pequeño donde se encontraba la gran cocina comunitaria, con varios fogones y poyetes, todos de ladrillo. Cada familia tenía una parte de poyete y un fogón. A la derecha de la cocina estaba el pozo, del que nos abastecíamos para todas las tareas de la casa, menos para beber. En el pozo había dejado caer mi padre, gran pescador, algunos peces, que vivían allí y que podíamos ver ayudándonos de un espejo que reflejaba en su fondo la luz del sol, ya que la cocina y el pozo, y también la gran pila de piedra que estaba delante del brocal, estaban cubiertos.
Cada familia tenía también un día para lavar la ropa en la pila de piedra, con el lavadero tallado en ella. El lavado suponía un gran esfuerzo, primero hacían falta muchos litros de agua para llenar aquella pila enorme, y todo el ejercicio era de brazos, primero para sacar el agua del pozo, y luego para restregar y restregar la ropa en el lavadero una y otra vez para sacarle la suciedad. Después estrujar y enjuagar unas cuantas veces, y volviéndola a estrujar nuevamente para después tenderla al sol, con un nuevo ejercicio de brazos. Si añadimos el fregado de los suelos de ladrillo rojo, de rodillas y estirándose al máximo, para abarcar un trozo de suelo mayor y acabar cuanto antes. Como veréis el esfuerzo era notable, si bien es verdad que estos ejercicios mantenían en plena forma a las mujeres.
En el mismo patio frente a la pila, en un rincón, estaba el retrete. El único que había para todos, con las consiguientes molestias que os podéis imaginar, a la hora de evacuar, como coincidieras en tales urgencias con otros, y que no pocas veces pasaba. Cuando la urgencia era más bien una emergencia, el sujeto en cuestión, tenía que correr hacia el corralón y en un cerro de tierra que había allí se vaciaba aliviado, enterrando en la tierra el producto de la urgencia. Después volveremos al corralón.
La limpieza del retrete, como la de los patios y puerta de la calle incluyendo el acerado que nos correspondía, al igual que la pila, cada día le tocaba a una familia, evidentemente siempre eran las mujeres las que hacían estos trabajos. El barrido de los patios era muy entretenido, sobre todo el de la entrada, de grandes cantos rodados y grietas profundas, de tal manera que la suciedad se colaba por los rincones entre piedra y piedra y era realmente difícil sacarla a golpes de escoba, tanto que a veces había que sacarla con los dedos. Después de barrer había que regarlos, sobre todo en verano, época en la que se regaba mañana y tarde.
Volvamos a la casa. Salimos del citado “patinillo” y nos encontramos otra vez en el patio principal. A la izquierda vivía mi tío Rafael, hermano de mi padre. Era picador de toros, soltero y estaba jubilado a causa de una cornada. Su vivienda consistía en dos habitaciones parecidas a las citadas en primer lugar en el patio de entrada. Recuerdo cuando murió mi tío, tendría la edad de ocho o nueve años y ese acontecimiento me causó una extraña sensación al escuchar desde el dormitorio las conversaciones de los adultos, familiares y amigos que componían el velatorio. Allí se hablaba de todo y de todos, de lo divino y de lo humano. Se escuchaban más risas que llantos. Yo pensaba que se lo estaban pasando bastante bien, y no comprendía porque no nos dejaban participar a los niños, en fin, cosas de mayores pensé yo. Las habitaciones de mi tío pasó a ocuparlas mi primo Manuel, que en realidad era sobrino de mi padre, pero lo curioso para mí es que eran de la misma edad, cosa que por más vueltas que le di en aquel entonces no lograba entender. Su mujer era Enriqueta y sus tres hijos, Antonio, Manolín y Carmen.
Al lado de esas habitaciones de mi primo Manuel, había otra un poco mayor, allí vivía mi primo Rafael con Pura, su mujer, y su hijo Rafael. A la derecha del patio estaban las mejores habitaciones; una cuadrada totalmente y otra rectangular bastante grande. Entre las dos una escalera accedía a la planta alta con la misma configuración y dimensiones que las de abajo, pero por lógica mucho más luminosas. En la mayor vivía mi tía Magdalena, hermana de mi padre, a la que siempre recuerdo vestida de negro, pues quedó viuda joven y después perdió un hijo con veinticuatro años. Mi tía Magdalena tenía otras dos hijas que se marcharon de la casa al casarse. Los otros hijos, Rafael ya mencionado y Manolo con su esposa Antoñita, ocuparon la habitación más pequeña de las de arriba. Tuvieron dos hijas, Magdalena y María.
En las habitaciones de abajo vivíamos mis padres, Pepe y Concha, así como mis tres hermanos; Antonio, Rafael, Pepín y como es lógico yo, que me llamo Conchi. La habitación pequeña era el comedor y la grande el dormitorio. Aunque parezca mentira, la familia que disponía de dos habitaciones era afortunada.
Al fondo del patio, justo entre las viviendas, estaba la galería, que en realidad era un pequeño porche con su tejado, cuyas antiguas paredes tenía mi padre decoradas con carteles de ferias y corridas de toros. Cuadros de toreros debidamente enmarcados, algunos de primeros del siglo XX, posiblemente heredados de su padre, que al igual que el mío era un gran aficionado a ese arte desde muy joven y había sabido conservar. En la misma galería existía una puerta que daba acceso al corralón, éste era un terreno rectangular grande y terrizo, y en realidad era el paraíso de todos los niños de la casa, pues en él se abría un gran abanico de posibilidades para jugar a cualquier cosa que se nos ocurriera.
Como en materia de juguetes apenas teníamos alguno, había que usar la imaginación, y a fe mía que la desarrollábamos enormemente. Usábamos piedras grandes, pequeñas, tierra, latas, cartones, tablas viejas y un sin fin de utensilios que no servían para otra cosa. De vez en cuando mi padre hacía limpieza en el corral, con gran regocijo de todos los niños de la casa, pues mi padre preparaba una gran candela donde se echaban todos los trastos viejos a los que ya era imposible sacarle ningún partido. Los niños nos quedábamos boquiabiertos viendo el maravilloso espectáculo de las llamas y oyendo su crepitar. Era realmente todo un espectáculo que nos dejaba absortos en su contemplación hasta que se consumía el fuego y sólo quedaban las cenizas.
Luego estaban los animales. Otro capítulo importantísimo de nuestra niñez. Siempre tuvimos perros de distintas razas, que avisaban fielmente cuando entraba algún extraño a la casa. Gatos de todos los colores y pelaje, que mantenían a raya a los ratones. Canarios, lechuzas y hasta un búho. También teníamos un cerdo que le regalaron a mi padre y que rápidamente pasó a mejor vida para paliar la escasez de algunos alimentos -mi padre era encargado del riego en el canal del Guadalmellato-, pero su oficio fue el de tintorero, igual que su padre. Yo era muy pequeña pero aún recuerdo las grandes calderas y la abundante humareda impregnada del fuerte olor de los tintes. Mi padre me dejaba jugar con los muestrarios de colores, y con las cajas de los pigmentos cuando estaban vacías. Sentí mucho que tuviera que dejarlo, pero esto ya lo explique en mi primer relato y no quiero repetirme.
En el corralón estaba también el gallinero y las conejeras, todas construidas artesanalmente por mi padre, con tablas usadas y tela metálica. Mi padre era un genio del bricolaje, aunque esa palabra no la conocíamos en ese tiempo. El gallinero era bastante grande, había gallinas blancas, negras, grises, jaspeadas siempre custodiadas por un hermoso gallo, cual sultán en un harén. Los hubo también de distintos colores, pero mi preferido, el más hermoso y elegante, era el de tonos rojizos y calderas, las plumas del cuello y cola de color verde esmeralda y azul cobalto, y su hermosa cresta escarlata. Tenía el sultán un porte impresionante. Algunas veces mi madre me dejaba entrar a recoger los huevos recién puestos, los acariciaba y podía sentir su calor, era bastante agradable, igual que coger a las crías de los animales, por suerte no todas nacían a la vez y podíamos disfrutar continuamente de ese placer. Unas veces la conejas, otras las gallinas, las gatas, los perros y pájaros, ¡ah! y también tuvimos una familia de patos, bastante agresivos por cierto. Nuestros niños y nietos tienen muchos juguetes y peluches de todos los tamaños, que los aprietas y hablan o tienen música, pero no comen, no beben, no te miran, no se acurrucan cuando los coges y abrazas hasta que se duermen, ni puedes sentir la calidez de sus pequeños cuerpecitos. Era increíble la ternura que nos producían aquellos cachorros y los ratos tan agradables que nos hacían pasar. No cabe duda que eran los mejores peluches que un niño pudiera tener.
El corralón también albergaba un pequeño huerto que mi padre cuidaba con gran esmero y destreza. Allí crecían tomates, pimientos, habas, berenjenas, perejil, ajos, hierbabuena y hasta un hermoso ciruelo de la variedad claudia, que cuando florecía era un placer para la vista. El corralón era multiusos. Allí hacía mi padre la mezcla para reparar continuamente las paredes. También en un barreño se apagaba la cal que habían comprando en grandes trozos, que parecían piedras, y que al echarle el agua hervía echando humo y formando grandes pompas. A los niños nos gustaba mirar a cierta distancia. Cuando se enfriaba ya estaba lista para blanquear las paredes, que mi padre mantenía a raya con sus remiendos continuos, y también las goteras de los tejados. Más de una vez nos subíamos a los tejados cuando no nos veían, mirar los patios desde esa altura era impresionante y toda una aventura que, lógicamente terminaba en castigo cuando nos descubrían.
En los inviernos, los días de frío intenso o de lluvia, se nos hacían interminables, pues no nos dejaban jugar en los patios y era mucho más aburrido, pero también le encontraba un encanto especial a los días lluviosos. Desde la puerta del comedor podía disfrutar del espectáculo de ver como se vaciaban las nubes, pues tenía enfrente los tejados del ala izquierda de la casa y podía ver perfectamente la fuerza con la que caía el agua sobre las tejas y rebotaba en miles de gotitas, hasta que poco a poco cuando escampaba se podía escuchar el silencio y respirar el olor a tierra mojada. Ver como todas las plantas quedaban lasas por la fuerza del agua, pero al rato podíamos comprobar como volvían a elevarse sobre si mismas, y como en días sucesivos, emergían de la tierra pequeñísimos nuevos brotes de un verde intenso. Otras veces cuando las nubes se abrían dejando un hueco, por el que asomaba tímidamente el sol, podíamos disfrutar de los colores del arco iris. Además de espectacular, era relajante.
Un capítulo interesante era el aseo personal. Acostumbrados como estamos en estos tiempos a abrir solamente el grifo, y ya tenemos el agua a la temperatura adecuada, a la gente joven le parecerá chocante, por no decir tercermundista, y sin embargo, no sólo no era tan grave si no que tengo muy gratos recuerdos. En verano, mi madre llenaba un baño con agua del pozo y lo ponía al sol en el corralón durante unas horas, cuando pasaba la siesta ya era la hora del baño, os puedo asegurar que el agua estaba a la temperatura perfecta para un buen baño relajante. Pero no menos agradable era el baño en invierno, éste se hacía en la habitación que tuviera más espacio. Mi madre ponía una olla grande en la candela, cuando estaba amenazando a hervir la vaciaba en el baño, añadiendo agua fría hasta conseguir la temperatura adecuada. Todavía puedo sentir el olor tan agradable y duradero que dejaba en mi cuerpo, el jabón “Heno de Pravia” con el que me enjabonaba mi madre. Ella tenía la costumbre de calentar la ropa interior en el brasero, sobre unas enjugaderas de mimbre, los días de mucho frío, y además de calentita estaba perfumada, pues mi madre se encargaba de echar sobre las brasas un puñado de alhucema, también llamada espliego o lavanda. Cuando salía del agua con las yemas de los dedos arrugaditas, y me secaba amorosamente, como sólo una madre sabe hacerlo, me ponía la ropa caliente impregnada de aquel olor tan agradable que ha perdurado a través del tiempo y que es uno de mis mejores recuerdos.
Tengo grabados en mi mente, dos acontecimientos de cuando tenía cinco años; uno fue el nacimiento de mi hermano pequeño -en esa época las mujeres parían en su casa-, el día del parto no nos dejaban de ninguna manera entrar en el dormitorio, ni a mis hermanos ni a mí, todos estábamos intrigadísimos pues había una actividad inusual, y carreras de la cocina al dormitorio, comentarios y caras de preocupación, parece que la cosa fue muy complicada al venir el niño de pies. Mi madre quedó destrozada y tardó más de un mes en recuperarse, la recuerdo andando muy despacio sujetándose con un andador de hierro. Todas las mujeres de la casa la ayudaron hasta que se recuperó de tan complicado parto.
El otro acontecimiento, fue el primer día que mi madre me llevó al colegio -curso cincuenta y dos cincuenta y tres-, estaba éste en la calle D. Rodrigo y se llamaba Doña Rosario de Torres, era del Estado y como podéis suponer sólo para niñas, lógicamente regentado por maestras. Los únicos hombres que allí entraban, además de los de mantenimiento de las instalaciones y el marido de la portera, eran los curas, y no pocas veces por cierto, pues cada dos por tres teníamos allí a D. Julián Caballero Peña (párroco de S. Pedro), era un hombre alto y fornido, de voz firme y potente, las niñas le temíamos y creo que las maestras también, pues en su presencia se las veía tensas, y sólo se relajaban cuando ya se había marchado, eso sí, después de haberles dado instrucciones de cómo tenían que obligarnos a rezar el rosario todas las tardes, visitar el sagrario los primeros viernes de mes, los sábados confesarnos, para los domingos en la misa poder comulgar, y un largo etc. de instrucciones que les daba a las pobres maestras, me imagino lo que tendrían que pasar las que tuvieran un punto de vista distinto al de la Iglesia y del estado, normas impuestas por la fuerza y la sinrazón. Pero esa es otra cuestión.
El Colegio Doña Rosario de Torres era un gran caserón de gran fachada y enorme portal, con suelo de mármol blanco, y una gran puerta de madera oscura con relieves artesanales. Una vez dentro del portal, para acceder al recinto, había que tirar de una cadena para que la campanilla que estaba al otro lado sonara, y con su repetitivo tintineo alertara a la portera. Esta era una señora de mediana edad, entrada en carnes, con el pelo recogido en un moño. Ella y su familia vivían en el colegio, a la sonora llamada ésta acudía presta a abrir la gran cancela de hierro forjado que formaba artísticos dibujos. A la izquierda de la cancela estaba la escalera, también de mármol blanco como el suelo, y hermosa baranda del mismo estilo de la cancela, por la que se accedía a la parte superior del caserón donde estaban las clases de los mayores. Frente a la cancela del portal se accedía a un patio de grandes dimensiones, totalmente cuadrado, a la izquierda había una galería con columnas coronadas de arcos, y un gran aula, su puerta y ventanas daban a la galería, antes de llegar a esta clase había un pasillo muy estrecho que daba a un pequeño patio interior, donde estaban una clase para los más pequeños, con ventanas al jardín, y a la derecha estaba la cocina, bastante grande en consonancia con las dimensiones de la casa. La recuerdo porque, durante unos años, nos repartían a cada una de las niñas un vaso de leche en polvo. En esa época yo tendría ocho o nueve años. Cada día las maestras nombraban a varias niñas para ayudar en la cocina, la finalidad era disolver la leche en polvo en el agua, tarea ardua y casi inútil pues siempre quedaban bastantes grumos. El resultado era un líquido amarillento de olor nauseabundo, que a mí me hacía vomitar, de manera que me las ingeniaba para dársela a alguna compañera que no le hacía ascos, eso sí con cuidado de que no me vieran las maestras. Otras veces nos repartían un trozo de queso mantecoso, tipo bola, que estaba bastante bueno, y ese si que me lo comía con agrado.
Lo primero que hacíamos al llegar por la mañana, era ponernos en fila, delante las más pequeñas, y en la última fila las mayores, llenábamos el patio, y nos obligaban a ponernos firmes y extender el brazo derecho para cantar el “Cara al Sol”, niñas entre cinco y doce años, con baberos blancos, actuando como militares –habrá cosa más absurda y ridícula-, pero no le dábamos importancia al desconocer su significado afortunadamente. Después del protocolario acto diario cada fila se dirigía después a sus respectivas clases. Yo disfrutaba mucho del colegio, para mí fue una etapa muy importante en mi vida, siempre estaba ávida de aprender de todo. Recuerdo que nos ponían de pie a cada una, para leer en voz alta, y si no pronunciábamos correctamente, nos obligaban a repetir una y otra vez, en ese aspecto las maestras hicieron una gran labor, quizás hoy en día no se cuide tanto la dicción en las escuelas de primaria, sólo hay que oír a algunos jóvenes, el reducido vocabulario que utilizan, y la malísima pronunciación.
En las fiestas de Navidad hacíamos teatro, naturalmente de temas religiosos, recitábamos poesías y cantábamos villancicos, en definitiva lo pasábamos muy bien y yo siempre participaba en todos esos eventos como “Mariquita la Primera”. Los primeros años son importantísimos para todas las personas, y no podía ser menos para mí, guardo muy gratos recuerdos de aquellos años, de todas mis profesoras y de mis compañeras.
Cuando llegaba el Carnaval –que durante mucho tiempo estuvo prohibido-, a los niños y niñas nos disfrazaban con ropas viejas. A las niñas de niños, con las de los hermanos, y a los niños de niñas que resultaban mucho más cómicos. Como igual de cómico es un hombre vestido de mujer. Los socorridos disfraces de payaso y de demonio, con cuatro trapos viejos y la cara pintarrajeada, con un poco de imaginación dábamos el pego, y sobre todo nos lo pasábamos muy bien. Pero las que realmente se lo pasaban bien eran las mujeres. Se disfrazaban de viejas, con ropas negras y bastón, con el pelo manchado de polvos de talco, y con el lápiz de ojos imitaban las arrugas y ojeras, caminando encorvadas y hablando con voz temblorosa. Era increíble lo habilidosas que algunas podían llegar a ser, no solo en el arte del camuflaje sino como auténticas actrices, alguna se atrevía a imitar al universal “Charlot”, con bastante arte por cierto. Pero lo más socorrido era usar las ropas más viejas de sus maridos, si estaban gordos; pues cojines en la barriga y en culo, y asunto resuelto, y allá que iban corriendo de casa en casa alborotando al vecindario, que tranquilamente estaba ocupado en sus quehaceres cotidianos. Las que llevaban careta, al cruzarse por la calle con otras vecinas, desfigurando la voz les decían la famosa frase “Adiós, que no me conoces”, y las otras intentaban sonsacarlas con preguntas para ver si lograban identificarlas, al no conseguirlo decían ―Que “joía”, no hay manera―, y seguían su camino dándole vueltas a la cabeza intentando descubrir a la susodicha. Mientras que la “máscara” seguía su camino contenta de haber salido airosa, sin que hubieran descubierto su identidad. Alguna que otra vez se llevaban un buen susto, pues algún gracioso desde la ventana alzaba la voz gritando a pleno pulmón ―¡¡Que vienen los guardias, que vienen los guardias!! ―, Y las pobres, entre el miedo y la risa por lo ridículo de la situación, corrían como alma que lleva el diablo escondiéndose en la primera casa que encontraban. Hasta que se daban cuenta que todo había sido una broma, entonces estallaban en risas y se desmadraban, cantaban, contaban chistes… evadiéndose cada una de sus respectivos problemas. Alguna aprovechaba la ocasión, única en todo el año, para ridiculizar al marido, vengándose así del maltrato que recibían de sus conyugues. Hoy día nos parecería ridícula esa pírrica venganza, pero era lo único que podían hacer, pues ni tan si quiera la familia las apoyaba, y mucho menos la policía, totalmente indefensas no les quedaba otra que seguir aguantando estoicamente por los hijos. Por eso el Carnaval era la única válvula de escape que tenían, aunque no pocas veces las risas acababan en llanto, pues afloraba en ellas el sentimiento de impotencia que llevaban arrastrando año tras año. Más adelante los jóvenes organizaban en las casas bailes de disfraces, pero estos ya vestían bonitos trajes que con la ayuda de sus madres o tías les confeccionaban. Mis amigas y yo los veíamos pasar todas llenas de envidia. Los chicos también iban guapísimos. (No pensaran que en la casa donde se celebraba el baile, no estaba toda la familia, incluidos los abuelos tíos y sobrinos, y algún agregado más, ya que había que cuidar “la moral”, pero estoy segura que se descuidarían, momento que aprovecharían las parejas para “achucharse”). Cuando terminaba el baile, ya entrada la noche, los mayores acompañaban a las jóvenes hasta sus respectivas casas, tan puras e intactas como habían salido. Pero lo que afortunadamente no podían controlar eran sus mentes y los sueños eróticos que chicos y chicas tendrían esa noche.
La Semana Santa era también muy esperada por todos los críos, no sólo por que nos daban vacaciones, sino por que nos lo pasábamos muy bien. Comenzaba la semana con el Domingo de Ramos, nos llevaban a ver salir a la Borriquita de San Lorenzo –de mi casa a San Lorenzo se tardaban unos quince o veinte minutos a ritmo de paseo-. El Domingo de Ramos haciendo, un gran esfuerzo, nos compraban alguna prenda para estrenar, ya fuera algo de ropa, algún lazo, o calcetines, etc., por eso de seguir la tradición, que decía: “Domingo de Ramos, quien no estrena, se queda sin manos”, valiente tontería ¿quién sería el gracioso que inventó la dichosa frasecita? Y hay tenéis a mi pobre madre haciendo malabarismos para comprarnos alguna tontería, y para que no nos sintiéramos menos que los demás, aunque realmente la diferencia era mínima, pues en mi barrio, por suerte o por desgracia, no había grandes diferencias ya que era un barrio obrero. Por las tardes noches, nuestras madres nos llevaban a ver las procesiones, y digo madres porque no recuerdo que ningún padre nos acompañara en esos eventos. Yo creo que mis padres eran agnósticos, y digo creo, por que jamás los oí declararlo abiertamente, pues no estaban los tiempos para señalarse en este sentido, pero hay cosas que cuando vas creciendo y razonando las intuyes. No teníamos que ir muy lejos para ver las procesiones, pues muchas pasaban por la calle D. Rodrigo, sólo teníamos que cargar con nuestras respectivas sillas y nos plantábamos en la acera. Que duda cabe que los niños parábamos poco sentados, las madres se distraían viendo pasar a la gente, y saludando a los conocidos que por allí pasaban, se llevaban pipas y altramuces y así pasaban el rato hasta que llegaba la procesión que ese día correspondiera. Cuando pasaban los caballos engalanados con todo lujo, yo me escondía detrás de todos pues me daba pánico su cercanía, cuando se alejaban achuchaba para ponerme en la primera fila otra vez y poder pedirle cera a los nazarenos, con la que después hacíamos una pelota fundiendo todos los trozos que habíamos recogido durante toda la semana, e íbamos guardando en una caja de lata. El Miércoles Santo, salía de San Pedro, nuestra iglesia, la Virgen, Nuestra Señora de las Lágrimas en su Desamparo y el Cristo de la Misericordia, ambos pasos bellísimos y de un valor artístico incalculable. El Jueves y el Viernes, nos llevaban a la Mezquita y nos sentábamos en la calle Cardenal González –actualmente Corregidor Luís de la Cerda-, delante de la hornacina de la Virgen de los Caminantes que está adosada al muro meridional –vacía en la actualidad y depositada la imagen en el Museo Diocesano-, pudiendo ver desde allí el Triunfo y la esquina del Obispado, así como el balcón superior de la puerta, donde se asomaba el Obispo para bendecir las imágenes a su paso. Toda esa zona monumental era la Carrera Oficial. Cuando terminaban de pasar las procesiones nos íbamos por la arbolada Ribera hasta llegar a mi casa, y hasta el domingo por la mañana que íbamos a ver al Resucitado.
El Jueves y Viernes Santo, mi madre tenía la costumbre de preparar natillas con galletas y arroz con leche en cuanto a postres, y las comidas por aquello de la vigilia, era el “bacalao” con tomate, alguna verdura y el socorrido potaje de garbanzos con un pequeño trozo del mismo pescado, que en esa época no costaba tan carísimo como ahora. Lo de la vigilia no era por ser muy religiosos, aunque algunos sí, pero la realidad era que seguía la tradición heredada de padres y abuelos, aunque la verdad es que todo el año se seguía una vigila forzosa, ya que rara vez se podía comprar carne y cuando lo hacían era tan poca que no daba tiempo a saborearla. Recuerdo los comentarios que los mayores hacían al respecto de la vigilia, en los que la Iglesia no salía bien parada por cierto, ya que parece que en esa época, las personas que pagaban eso que se llamaba bula, no tenían porque respetarla. Por otra parte esas personas que podían pagar la bula, no tenían necesidad de comer carne esos días, ya que habitualmente lo hacía durante todo el año. Yo veía como la gente humilde se indignaba y con bastante razón, la verdad es que la Iglesia no siempre pregona con el ejemplo.
En esos años de mi niñez, pasaban por mi calle, guiados por los arrieros, largas filas de borricos cargados con serones llenos de cal unos y de arena otros, que con el vaivén de sus porteadores se iba desparramando por el suelo, con el consiguiente cabreo de las mujeres que tenían que volver a barrer las aceras, pero previamente increpaban a los arrieros para que no les llenaran tanto los serones, con el fin de evitar el molesto vertido, pero ellos sin hacerle ni “puñetero” caso reían socarronamente. Uno de los personajes más famosos en todos los barrios de Córdoba era el singular “Marchena el de la Arena”. Recuerdo a un hombre muy bajo y cabezón, de piel muy curtida, este hombre se dedicaba a vender arena por todas las calles. La arena era de color amarillo ocre que se usaba para limpiar los peroles o los culos de las ollas o cacerolas, que con la candela de carbón se ponían totalmente negros, con el estropajo de soga, mojado en esa arena y restregando con fuerza lograban el objetivo, que no era otro que el de dejarlos lo más relucientes posibles. Para que las mujeres salieran a comprarle su producto, el tal Marchena voceaba a pleno pulmón ―¡Niñas la arena, fina y buena! ¿Quién quiere? ― Y al reclamo de su voz las mujeres salían con una lata y él se las llenaba, de la fina y amarilla arena, a cambio de unas monedas.
Otras veces los que pasaban, con sus viejos carrillos llenos de trastos eran los chatarreros. Estos, se dedicaban a recoger los viejos cacharros ya inservibles que en toda casa había, como peroles, ollas, paraguas, etc. y el chatarrero a cambio les entregaba globos para los críos, las mujeres se ponían doblemente contentas, primero por haberse desecho de cosas que sólo eran un estorbo, y a su vez por ver a sus hijos felices jugando con los globos durante un buen rato, hasta que la mala suerte, en forma de rama o espina de algún rosal truncara nuestra diversión en llanto. Uno de los más conocidos era el “feo de los globos” que recogía vidrio en un triciclo, es decir las botellas usadas, y pregonaba su trueque de globos por cristal con una pantalla de gramófono antiguo a modo de altavoz.
Otros personajes curiosos de esa época, eran los que vendían los polos de nieve teñida de anilinas de colores, productos nada nutritivos pero que a todos los niños nos gustaban ya que nos refrescaban. Las niñas más coquetas los escogíamos de fresa y nos servían de pintalabios, al dejarnos los labios y lengua rojos.
Unos vendían barquillos de galleta, redondos, grandes y totalmente planos, con unos dibujos de pequeños cuadrados en su superficie. Otros, su mercancía era unos conos de galleta rellenos de merengue de color rosa o blanco, bastante seco por cierto, que portaban en unos tableros agujereados donde estaba insertados los cucuruchos.
En algunas plazas, sobre una manta, los vendedores de melones y sandías mostraban su mercancía. Los pesaban con una romana de gran tamaño, y algunas piezas eran dignas de record Guinnes. Mi madre tenía la costumbre de partir las sandías en forma de corona haciendo picos, quedando dos mitades muy decorativas.
Otros callejeros ambulantes que a mi me gustaban especialmente, eran familias de etnia gitana aunque nadie sabía su procedencia, los llamaban titiriteros, y su circo se reducía a una trompeta, un mono pequeño y una cabra equilibrista que era la que llevaba el peso específico del espectáculo. Al vibrante sonido del instrumento, la cabra iba subiendo las distintas alturas que sus dueños habían colocado en una pequeña mesa, hasta terminar con las cuatro patas sobre el trozo más pequeño, culminado de esta manera su actuación. Seguidamente la mujer y los hijos pasaban entre los vecinos el “platillo” solicitando la voluntad, aunque por aquellas calles pocas monedas podían recoger porque poco había.
Como ya dije al principio de este relato, mi padre era un gran pescador, y en los pocos ratos libres de que disponía gustaba de irse al río a pescar, con su catrecillo, su banasta y sus cañas, que él mismo se fabricaba artesanalmente y que eran mucho mejores que las que vendían en los establecimientos del ramo, evidentemente estamos hablando de la caña de pescar simple, la del carrete de sedal que se ponían algunos pescadores en el cogote. Cuando volvía siempre nos enseñaba el producto de su gran paciencia, y todos mirábamos con curiosidad la gran variedad de peces, algunos dando todavía los últimos coletazos. Bogas, barbos, cangrejos y alguna que otra anguila. Cuando pescaba alguna de esta última especie yo corría por que me daba verdadero pavor. Lo que más celebrábamos todos los críos de la casa, y algunos amigos y vecinos de las casas colindantes, era cuando mi padre llegaba muy sonriente, pues sabía de antemano que durante un buen rato iba a ser el centro de atención de grandes y chicos, sobre todo de estos últimos. Metía su mano en la banasta y sacaba una rana, sujetándola con los dedos índice y pulgar de sus patas delanteras, el primer niño o niña que se daba cuenta, corría a avisar a los demás y en pocos segundos todos íbamos en procesión detrás de mi padre expectantes y gozosos, por el ritual que sabíamos ocurriría después. Mi padre se demoraba a cosa hecha y disfrutaba viéndonos nerviosos, se desplazaba hasta el patinillo, cogía dos lebrillos de barro, uno lo llenaba de agua del pozo y el otro lo utilizaba para arrojar los despojos. Se sentaba en uno de sus catrecillos, todos los niños nos sentábamos alrededor, con las piernas cruzadas y sin perder detalle, comenzaba el espectáculo. Mi padre con una habilidad increíble cogía una rana, con la mano izquierda la sujetaba y con la derecha la descuartizaba quitándole las tripas y la piel en un santiamén dejando al descubierto un cuerpecito de carne muy blanca y transparente, las conocidas gastronómicamente como “ancas de rana”, las lavaba y las salaba dejándolas escurrir. Eran muy parecidos a los muslos y piernas de una mujer. Al terminar el proceso cada uno se iba a su casa convencidos de que habían visto algo único, y en realidad lo era, pero nosotros teníamos una doble satisfacción que era la degustación de tan exquisito manjar, yo diría que de dioses. Mi madre las preparaba de diversas maneras, pero como más me gustaban eran fritas, y siempre me parecían pocas.
No me puedo olvidar de otro manjar, que por supuesto mi padre traía también del campo, y que eran las setas de álamo, insuperables por ninguna otra, en olor y sabor y que no todas las familias tenían la gran suerte de saborear esa “delicatessen”, y que además nos salían gratis gracias a la micológica habilidad de mi padre. Otras veces y también gracias a mi padre, podíamos degustar arroz con pajaritos que cazaba con trampas.
A medida que voy recordando mi infancia, me doy cuenta de lo importante que fue mi padre en mi niñez. Por si todo eso fuera poco, por las noches cuando nos acostábamos, en nuestro gran dormitorio, antes de que nos durmiéramos, nos contaba historias que él a su vez había escuchado de las gentes del campo. Nos hablaba de los animales y se le daba bastante bien imitar el canto de algunos pájaros.
Ya un poco mayor, cuando la radio llegó a nuestras casas, los primeros en comprar un aparato fueron nuestros queridos vecinos Francisco y María. En su comedor se reunían todos las vecinas de la casa para escuchar los seriales, que por cierto eran buenísimos, no sólo por el elenco de actores, sino porque eran adaptaciones de grandes obras literarias, de los clásicos. Me estoy refiriendo a los primeros seriales, y cuando salía del colegio me integraba en el grupo de escuchantes. Me gustaban bastante y con el tiempo dejaron a los clásicos y poco a poco pusieron de moda los folletines radiofónicos; “Ama rosa”, “Lo que nunca muere”, ”Tres hombres buenos”, “Simplemente María”, y perdieron mucha calidad, aunque seguramente ganaron en audiencia, como por desgracia sigue ocurriendo hoy en el caso de la televisión, los peores programas son los de mayor audiencia y por consiguiente los mantienen mucho más tiempo, aún a costa del embrutecimiento de cierto sector de la población. Pero es lo que hay y como no se puede hacer nada sigo con mi relato.
Cuando ya mis padres pudieron comprarse un aparato de radio, por las noches, si tardaba un poco en dormirme, mis padres ponían la radio con el volumen bajo -pero que yo oía perfectamente-, para escuchar la emisora Radio España Independiente (Estación pirenaica), desde ella podían enterarse de muchas cosas que pasaban en el país y que no había manera de enterarse por otro medios. Gracias a esa emisora yo supe de esa mujer luchadora, que hablaba también, que defendía a la clase trabajadora, Dolores Ibarruri, más conocida como “La Pasionaria”, también a Santiago Carrillo y otros muchos. Aunque yo era muy niña, me gustaba lo que oía y los comentarios que les escuchaba a mis padres cuando creían que estábamos durmiendo. Poco a poco fui tomando conciencia de la situación en España, que no tenía nada que ver con lo que en el Colegio y en la iglesia nos contaban, las versiones eran muy distintas, y poco a poco al ir creciendo, no sólo en altura sino en madurez de pensamiento, yo sacaba mis propias conclusiones. Creo que desde los diez años ya era una niña responsable, sin perder por eso la alegría ni las ganas de jugar. Por las tardes, no recuerdo bien si sería a las siete o a las ocho, radiaban una serie que llegó a ser entrañable para todos, ya que sus textos inspirados en una familia normal de la época eran muy divertidos, me refiero a “Matilde, Perico y Periquín”, los insuperables, Juana Ginzo, Pedro Pablo Ayuso y Matilde Vilariño, eran sus principales intérpretes y como siempre estaban geniales, seguidos de un gran elenco de actores, magníficos todos. A muchos de ellos los podíamos reconocer en las películas extranjeras, ya que hacían el doblaje al castellano de las mismas, impecablemente bien. Cuando terminaban el serial de la tarde, en la emisora local, que en Córdoba era EAJ-24 Radio Córdoba, que estaba ubicada en la calle Alfonso XII, comenzaba el programa de discos dedicados, que siempre comenzaba con una jota aragonesa que dedicaba Ricardo Solanas “el chatarrero” a todos los cordobeses. El programa consistía en solicitar una canción de tu cantante preferido y dedicársela a un familiar querido por algún motivo concreto, como por ejemplo el día de su santo, que decían el día de su onomástica. Cuando algún hijo, sobrino o nieto hacía la primera comunión, decían: “― De fulanito de tal a zutanito en el día más feliz de su vida”. Igualmente en los bautizos y bodas, y las incorporaciones a la mili. Las canciones que en ese momento eran más populares coincidían con el gusto de los solicitantes, y el resultado era una larga letanía de nombres y buenos deseos que resultaban exasperantes, que no tenías más remedio que soportar si querías escuchar la canción que previamente habían anunciado. Algunas de las canciones más escuchadas en aquellos años, eran: “Angelitos negros” de Antonio Machín, “Tatuaje” de Doña Concha Piquer, “Soy Minero” de Antonio Molina, y como no las de Lola Flores o Juanito Valderrama, todas ellas inolvidables. En la misma emisora había un programa para niños que se llamaba “Radio Chupete”, en el cual el niño o niña que se presentaba tenía que cantar en directo una canción que él mismo elegía, el auditorio se llenaba de gente entre amigos y familiares. Entre los aprendices de cantantes, la gran mayoría desafinaban horrorosamente, causando la hilaridad del público. No se me olvida un día que una amiga se presentó al concurso y fuimos todas a verla, ya desde el principio empezó a desafinar, no puedo expresar con palabras lo que mis amigas y yo vivimos en esos momentos, al comprobar como nuestra amiga desafinaba una y otra vez, no podíamos aguantar las carcajadas, y como a la vez sentíamos un gran remordimiento por reírnos de ella, queriendo evitarlo, el efecto era al contrario, más risa nos daba y más vergüenza sentíamos. Tratábamos de escondernos para que no nos pudiera ver, como nosotras no estábamos en las primeras filas, ella encima del escenario con los nervios afortunadamente no se dio cuenta de nada. Pero aquella vez todas mojamos las bragas.
La primavera era todo un espectáculo de diverso colorido y de distintas fragancias. La celinda de flores blancas y delicioso olor, aunque de floración efímera. El jazmín azul que llenaba gran parte del patio de entrada, muy vistoso por su gran floración. En los arriates del suelo estaban los geranios, los pericones, los donpedros, azucenas, palmiras, pensamientos y violetas de delicada fragancia, que eran las preferidas de mi madre. En los rincones más sombreados estaban las pilistras y alguna que otra planta de sombra. También en un arríate del patio de la entrada había una dama de noche, que justo al anochecer iba abriendo sus ramilletes de diminutas florecillas blancas, deleitándonos con su intenso perfume. No me puedo olvidar de mi preferido; el jazmín blanco. Al atardecer le desprendíamos con sumo cuidado los pequeños capullos aún cerrados y los prendíamos por su tallo en un alambre al que previamente habíamos doblado una punta, pinchándole un pequeño trozo de cartón para que no se salieran. Por la noche los pequeños capullos iban abriéndose dejando paso a unas florecillas blancas que desprendían un finísimo aroma. Las mujeres se los ponían en el pelo o en el pecho, pero a la hora de irse a dormir lo depositaban en la mesita de noche, impregnando toda la alcoba con tan delicioso perfume.
Las gitanillas siempre estaban en macetas colgadas de las paredes. Las había de todos los colores y en abril y mayo lucían con todo su esplendor. El regar las macetas colgadas era todo un arte, ya que algunas estaban a una altura considerable. Se utilizaba para ello una caña larga, a la que en su extremo superior se le sujetaba una lata basculante con una cuerda, que hacía las veces de cazo, y que su trabajo costaba que el contenido de la lata llegase a su destino –la maceta-. Era muy divertido, pues las primeras veces se derramaba más que se vertía, y había que repetir una y otra vez con el consiguiente jolgorio de los que en ese momento estuviesen mirando, pero con el tiempo llegué a ser una experta. Algo que ocurría con mucha frecuencia era que al estar el agua en las macetas, de algunas salían a estampida las salamanquesas o lagartijas, que estaban detrás de ellas. Por la noche las podíamos contemplar, muy cerca de la bombilla que alumbraba los dos patios, dándose un banquete con los mosquitos que acudían a la luz, esa colaboración era su salvoconducto para su supervivencia.
De las ferias que había en Córdoba, además de la de Ntra. Sra. de la Salud, que es y fue la más importante, se celebraba otra a último de septiembre y el ocho de ese mismo mes, era la de la Fuensanta, única que recuerdo, por lo que deduzco que no nos llevaban a ninguna otra. En esa, lo primero era visitar a la Virgen, pero desde luego el auténtico protagonista era el caimán y su historia, que escuchábamos atentamente. Recuerdo los tenderetes de los feriantes, unos eran de frutas, otros de golosinas, el típico algodón pegajoso, y las no menos pegajosas y dulces, manzanas caramelizadas, de un brillante rojo intenso insertadas en un largo palo de madera. Los famosos higos chumbos. Un pequeño tiovivo y las no menos famosas campanitas de barro, con las que volvíamos de regreso a nuestra casa castigando con sus tintineos los oídos de nuestros padres.
Íbamos mucho a los cines de verano con mi madre, pues mi padre, desde que una vez en la posguerra, le hicieron levantarse y cantar el “Cara al Sol”, juró no pisar nunca más ningún cine y lo cumplió, no hubo manera de convencerlo. Como las madres no podían costearse ir al cine a menudo con sus hijos, las niñas nos la arreglábamos para sacar el dinero recogiendo pan duro, con una talega de puerta en puerta íbamos a las vecinas, a la familia, y mendrugo a mendrugo aumentábamos el nivel de la talega, cuando la teníamos llena la llevábamos a la carbonería más cercana que era donde lo compraban. Teníamos una en las Cinco Calles, otra en S. Pedro y otra en la calleja el Toril, al lado de la Corredera. Nos pesaban el pan y nos daban unas monedas, aunque no consigo recordar a cuanto estaba el kilo, lo que si recuerdo es que debíamos esperar unos días para completar lo necesario para las entradas. Lo que costaba la entrada del cine de verano era una peseta cincuenta céntimos. Aparte de reunir el dinero a su vez teníamos que conseguir convencer a mi primo Manolo para que nos llevara, ya que era el único que se prestaba para tal fin, eso sí, había que rogarle y decirle que la película era estupenda y los artistas el no va más, y con un poco de zalamería lo conseguíamos, aunque creo que en el fondo le encantaba. Cuando no entendíamos algo el nos lo explicaba muy bien pues tenía dotes de maestro. Algunas de las películas que vimos aquellos años y ahora puedo recordar con cariño, eran entre otras; “Siete novias para siete hermanos”, para mi el mejor musical de todos los tiempos, reúne ternura, romanticismo, divertimento, bonitos paisajes, un magnifico vestuario, gran colorido, bailes impresionantes y sobre todo una maravillosa música; “Los caballeros las prefieren rubias”; “Como casarse con un millonario”; “Pan amor y fantasía”; “El temible burlón”; “Todos los hermanos eran valientes”; “La senda de los elefantes”; “Cuando ruge la marabunta”; “Mogambo”, etc. etc. pues sería interminable la lista y correría el riesgo de dejarme alguna de mis favoritas atrás, pues soy una amante del séptimo arte.
En verano, las mujeres cuando terminaban de adecentar las habitaciones y hecha la compra –en esto último tardaban muy poco pues poco era lo que se podía gastar- para limpiar las verduras se sentaban en una silla baja de enea –que dicho sea de paso eran comodísimas- en la puerta de sus respectivas viviendas, al frescor del patio y la sombra que daban las parras. Como yo siempre quería ayudar y aprender todo, me sentaba a la vera de mi madre y de esta manera aprendí como se limpian unas judías verdes, o unas habas, unas espinacas o a expurgar unas lentejas. También me gustaba moler el café sentada en el patio, o mirar como las mujeres limpiaban el pescado, que habían comprado en la Plaza de la Corredera. Todavía recuerdo perfectamente los sabores de las comidas, increíblemente buenas que guisaba mi madre, con tan poca materia prima que tenían. Mi padre recogía del campo, tagarninas y vinagreras. Las tagarninas eran una especie de cardillos, largos y estrechos de tallo de tono verdoso, que después de limpiarlas y lavarlas, mi madre las echaba al cocido junto con las patatas. También en tortilla estaban buenísimas, aunque lo mejor eran las vinagreras, muy parecidas a las espinacas con hojas más pequeñas y que guisadas eran más suaves. Jamás he vuelto a comer nada parecido. Mi madre era una excelente cocinera y una mujer extraordinariamente sensata e inteligente. Nació en 1915 en Nerva (Huelva), su padre trabajaba en las minas de Río Tinto cuando la famosa huelga de 1920, que empezó en enero, tuvo varias etapas intensas, pero la más virulenta tuvo lugar entre agosto y septiembre, finalizando en enero del 1921, fue seguida por más de once mil trabajadores, posiblemente fue una de las más dramáticas y feroces de este país. Huelva acogió a cientos de niños y madres lactantes, donde eran atendidos en comedores especiales creados expresamente para tan cruenta situación. Otros ayuntamientos y particulares colaboraban con donativos, pero la situación llegó a ser tan tremenda que toda España se hizo eco del gravísimo problema y más de tres mil niños fueron acogidos por cientos de familias que generosamente se habían ofrecido a través de los intermediarios, que a su vez eran voluntarios.
El escritor Cobos Wilking, en su novela “El corazón de la Tierra”, retrata a la perfección un trozo de la historia de la cuenca minera de Río Tinto, anterior a la citada huelga de 1920, los hechos citados ocurrieron en la última década del siglo XIX, donde cientos de personas fueron vilmente asesinadas, crimen que fue ocultado durante muchos años a la opinión publica, realmente fue una masacre consentida por los políticos siempre a favor del poderoso ya que fueron participantes activos de los terribles asesinatos. Las gentes que por su cercanía se enteraron de los terribles acontecimientos los bautizaron con el nombre del “Año de los tiros”.
Mi madre como tantos otros, con sólo cinco años fue separada de su familia, me imagino lo traumático de la situación, a pesar de eso tuvo suerte, entre comillas, de ser acogida por un matrimonio cordobés que eran los encargados de una de las tabernas de la Sociedad de Plateros que estaba ubicada en la calleja Munda, posteriormente pasaron a regentar la de la calle San Francisco, donde prácticamente se crió mi madre hasta su casamiento. Seguramente no olvidó nunca sus raíces, pero se que fue muy feliz con esa familia de clase media que la criaron como propia sin faltarle de nada. Nunca he sabido que pasó con sus padres biológicos ¿qué ocurrió cuando terminó la huelga y la hambruna, que desgraciadamente vivieron miles de personas y todo volviera a la normalidad?, aunque la normalidad no dejaba de ser miseria y penuria ¿Pero por qué sus padres no la reclamaron? Realmente no lo sé, ni siquiera se si mi madre sabía algo que no nos contó nunca, pues no le gustaba hablar del tema, se ve que aún le producía dolor. Pienso que pudieron pasar varias cosas; que el padre emigrara a otro lugar; que la madre, con su familia desmembrada pudo morir de pena, o bien sabiendo que la niña estaba siendo criada en un estatus que no se podía comparar a lo que ellos podrían ofrecerle, es posible que renunciaran a ella en beneficio de la niña. Sin duda un sacrificio que debió costarle la salud, pero sólo son suposiciones, lo único que sé es que fue una mujer extraordinariamente fuerte, que supo afrontar los graves problemas de escasez en tiempos de la posguerra civil, con entereza y dignidad. He tenido la mala suerte de no conocer a ninguno de mis abuelos, cosa que no llegaba a comprender, cuando todas mis compañeras de colegio presumían de los mimos y regalos de los suyos.
En verano dormíamos con las serenatas que nos ofrecían los grillos, lo que para otros era molesto para mi era relajante. Sabiéndolo mi padre, comenzó a fabricar lo que sería un regalo muy especial para mi. Siempre cuando lo veía trabajar le preguntaba ―¿Papá que estás haciendo ahora? Y él siempre me explicaba con todo lujo de detalles lo que hacía y para lo que iba a ser utilizado. Pero aquella vez su contestación fue esquiva y escueta, ―¡Ya lo verás! Aquella contestación inusual en él, siempre tan didáctico, no sólo me intrigó muchísimo, si no hizo que me sintiera un poco enfadada con él. Por fin un día me llamó para hacerme un regalo, y descubrí en que consistía el laborioso trabajo que durante semanas, en sus pocos ratos libres, había estado fabricando para mí. Se trataba de una pequeñísima jaula para grillos, cuadradita, sus ángulos de madera y los laterales de alambre entrecruzados perfectamente, por los que el grillo no podía salir de ninguna manera. Aquello me hizo una ilusión enorme, tener un grillo para mí sola. Ni que decir tiene que la jaula fue la admiración de grandes y chicos.
También en los veranos, Antoñita, la mujer de mi primo Manolo, se sentaba en el patio a trabajar en el precioso arte de la filigrana. La recuerdo sentada en su silla delante de una pequeña mesa rectangular, de tablero grueso, con la altura adecuada al trabajo que en ella realizaba. Creo que es uno de los trabajos más bonitos y delicados de la platería cordobesa. Yo me quedaba embelesada y no me cansaba de mirar una y otra vez. Seguía con la vista el camino que aquellos finísimos hilos de plata -que se iban deslizando en las expertas manos de mi prima-, a una velocidad de vértigo. Con la mano derecha sujetaba una pinza terminada en una punta muy fina, que era la única herramienta que usaba, mientras que con la mano izquierda sujetaba la pieza que iba rellenando magistralmente de bellos dibujos (aquello era magia para mí). Y no digamos cuando veía las piezas terminadas; cofres, abanicos, pendientes, rosarios, etc. Todavía conservo el rosario que ella me regaló para mi comunión. Después he sabido que el arte de la filigrana la difundieron los árabes, siendo Córdoba una de las ciudades que más tradición tiene.
Los veranos nos gustaban más, pues al no tener colegio disponíamos de mucho tiempo para jugar, aprender y disfrutar de la vida en los patios. ¡Cómo echo de menos mis patios! Cuando era pequeña me encantaba comer en el patio. Delante de la puerta del comedor, en una mesita muy pequeña, de madera, mi madre me ponía la comida, y yo me sentaba en mi sillita, y comía viendo volar a los pájaros. Los gatos ronroneando, adormilados, entre las macetas. Las filas de laboriosas hormigas dirigiéndose al hormiguero, cargadas con diminutas viandas. Alguna que otra mariquita, “marranitas” que cuando las rozabas se hacían una pequeña bolita hermética. Con ese panorama la comida sabía mucho mejor. El desayuno y la merienda eran casi siempre pan con aceite, porque algún que otro domingo me mandaba mi madre a comprar “jeringos” a Concha la jeringuera, que se ponía en las Cinco Calles y los hacía buenísimos. También recuerdo en ese lugar, cuando llegaba el hombre del pianillo y tocaba alguna pieza conocida. Los aficionados a la música salían a escuchar, y el que podía le daba alguna que otra moneda. Yo siempre me sentaba en algún escalón cercano para escuchar, y ver como aquel hombre delgado, moreno y con bigote, manejaba el manubrio. Me llamaba la atención su mujer, pues tenía por pierna una pata de palo. Era bien parecida, su pelo era gris plata, con ondas muy marcadas. También él era bien parecido. Al terminar, la señora, ayudándose de su muleta de palo pasaba el platillo al respetable.
Después de la siesta empezaba el movimiento de unos y otros, con sus quehaceres. Los críos jugando de un lado para otro, hasta la hora del baño. Se cenaba temprano, para después sentarnos en el patio principal que previamente y como dije antes, había sido regado. Lo mejor eran las tertulias que iban surgiendo a diario de diversos temas. Desde anécdotas de la mili, que eran muy graciosas; problemas con los trabajos; comentarios de algunas películas; chistes, y sobre todo recuerdo cuando mi primo Manolo, el sobrino mayor de mi padre, que era muy aficionado al periódico El Caso, nos leía el mismo en voz alta a petición nuestra. Tenía una voz potente y pronunciaba muy bien, y allí estábamos todos expectantes ante la lectura de aquellos intrigantes casos, algunos espeluznantes y macabros. A esas lecturas seguían las tertulias espontáneas, que día a día salían a relucir y de las que todos participaban en mayor o menor medida, y de las que yo aprendía muchísimo. Las niñas y niños jugábamos en la puerta de la calle a la “tanga”, a la “comba”, o simplemente sentados en el escalón de entrada a la casa, hablando y riendo de todas las tonterías que se nos ocurrían.
Al comienzo del otoño, mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí a una tienda de calzado que había frente al actual Ayuntamiento, en la calle Capitulares, donde nos compraban, a plazos, unos zapatos de la marca “Gorila”, que dicho sea de paso eran los únicos que teníamos para todo el invierno, los domingos los limpiaba mi madre y parecían nuevos, eran realmente buenos ya que aguantaban perfectamente todo el curso. Cuando mi madre decía ―¡Esta tarde vamos a calzados Rodríguez! Nos poníamos muy contentos, pues con cada par de zapatos regalaban una pelota maciza de color verde, con la imagen en relieve de un gorila. Eso que ahora puede ser una tontería, recuerdo la ilusión que nos hacía, en parte por el simple hecho de decir que íbamos de compras, algo totalmente inusual. El volver cada uno con nuestra bolsa, en la que el dependiente, muy amable, nos había guardado nuestros zapatos y por si eso fuera poco el obsequio de la pelota. Ese día nos sentíamos como debían sentirse los niño ricos cada vez que les compraban un capricho, con la gran diferencia que aquello no era un capricho, sino una necesidad que mis padres, haciendo un gran esfuerzo, tenían que pagar una parte cada mes y estoy segura les cobrarían sus buenos intereses. Lo cierto es que nosotros ajenos a esos problemas volvíamos desde S. Pablo a mi casa más contentos que unas pascuas.
El uno de noviembre, día de todos los santos, en mi casa como en casi todas se seguía la tradición de ir al cementerio a rendir tributo a los familiares desaparecidos. El ritual empezaba limpiando la lápida hasta dejarla reluciente, después colocar las flores con mucho amor, y por último, y más importante, hablar mentalmente con ellos recordándolos. Y los creyentes rezaban una oración por su alma. Fuí muchas veces al cementerio, no sólo con mi madre que iba lo justo, pero si con mi tía Magdalena, que había perdido un hijo con veinticuatro años, y se ve que le servía de consuelo ir muy a menudo, a mi me gustaba acompañarla. Es curioso como, en un lugar que debía ser igual para todos, también allí se notaban las distintas clases sociales, desde las más humildes que no tenían ni lápida, sólo unas iniciales grabadas por el mismo enterrador al sellar el nicho, hasta los grandes mausoleos de mármol con esculturas, y hermosos jarrones cargados siempre de bellas rosas, lirios y azucenas, muchas de las lápidas tenían un medallón esmaltado con la fotografía del difunto o difunta, que precedía el texto correspondiente.
Recuerdo una tarde de las que acompañaba a mi tía, en la que también venían mis dos hermanos mayores, al pasar a la altura del matadero se escaparon un par de toros, por suerte para nosotros se fueron en dirección contraria al cementerio, que era hacia donde nosotros nos dirigíamos, pero mis hermanos que siempre fueron bastante traviesos, no se lo pensaron dos veces y corrieron detrás de los toros para seguir disfrutando del espectáculo de la gente, corriendo, chillando, o encaramándose a alguna ventana. Yo tiraba de mi tía, que la pobre apenas podía correr, y ella a su vez llamaba a mis hermanos desesperada, pero ellos ya no podían oirla. No paramos de correr hasta llegar al cementerio, que por suerte estaba muy cerca, y afortunadamente no pasó nada, era algo muy común la escapada de algún animal a su paso por la ciudad camino del matadero. Los mayores contaban bastantes anécdotas referidas a estas escapadas.
De los inviernos los mejores recuerdos que tengo son de las navidades. En aquella gran cocina, donde las mujeres no paraban de cocinar y ayudarse las unas a las otras a preparar la cena de la Nochebuena y la comida de Navidad. Se hacían roscos y pestiños, las niñas siempre queríamos meter mano a todo, con el pretexto de ayudar, aunque lo que realmente hacíamos era estorbar. Pero lo que más nos llamaba la atención era la matanza de los pavos la víspera de la Nochebuena. Recuerdo que casi siempre era mi vecina María la que los hacía pasar a mejor vida, les doblaba el cuello y daba un corte tan certero que el pobre animal no decía ni pío. Un año, y no recuerdo quien lo mató, al echarle el agua hirviendo para desplumarlo, la pobre victima saltó como alma que lleva el diablo dando brincos de un lado para otro, poniendo todo perdido de sangre y de agua con el consiguiente alboroto. Todos, grandes y pequeños corriendo para atraparlo y no fue fácil, no. Lo que realmente era asombroso era el aprovechamiento que se hacía del pavo, sacaban como mínimo para cuatro comidas, todas ellas exquisitas.
La Nochebuena, después de cenar significaba juntarnos todos en el comedor de mis padres –por ser el grande-, y cada familia llevaba lo que buenamente podía. Lo típico de esa época; aguardiente, coñac, roscos, pestiños, perrunas y algunas peladillas y pare usted de contar, ya no había más, pero nos sabían a gloria. Luego la fiesta, zambombas, panderetas y carracas, y todos, grandes y chicos, a cantar villancicos. Mi primo Manolo, que como he dicho anteriormente, tenía una gran voz y además había pertenecido al Real centro Filarmónico, nos enseñaba las canciones de Eduardo Lucena y nos dirigía a todos, como un director de orquesta, cabreándose cuando alguno desafinaba. Parece que lo estoy viendo con su potente voz cantando el villancico de Ramón Medina “Las campanas de la Mezquita”:
Campanas las de la torre torre de la Catedral (bis). ¡Qué bien repicáis a Gloria! ¡Qué bien repicáis a Paz! La noche de Noche Buena noche de la Navidad (bis) El patio de los naranjos huele a incienso y a azahar (bis) y hasta las doce palmeras se van meciendo al compás cuando repicáis a Gloria cuando repicáis a Paz (bis)
Campanero dime, dime campanero dime por favor. Cuál de tus doce campanas dime campanero repica mejor (bis) Será la San Zoilo, será la de la Asunción será la de San Antonio Será la de la Ascensión
Será la que toca al alba y también a la oración será la Santa Marina que es su campana mayor. Será acaso el campanillo que hay junto al San Rafael que esta noche, pobrecillo quiso repicar también (bis)
Y entre risas y cantos se pasaba la noche en gran armonía.
Yo no recuerdo que en mi casa se celebrara la Nochevieja, y sí el día de Reyes, en el que esperábamos con ilusión los pocos regalos, que nuestros padres, haciendo un gran esfuerzo, nos ponían a cada uno, en el comedor, en nombre de los reyes. Como mucho un juguete de cartón o madera, y eso si, una bolsita de golosinas, con el duro de chocolate o el jamón y salchichón de caramelo, y unas cuantas almendras o piñones, que nos sabía a gloria. Si lo comparamos con lo que ahora reciben nuestros nietos, y en su momento nuestros hijos, es algo que puede parecer ridículo, pero sinceramente creo que la escasez de muchas cosas, nos hacían madurar mucho antes que ahora. Ya se encargaban nuestros padres de explicarnos la cruda realidad, y la entendíamos perfectamente, desde muy pequeños, jamás pedíamos nada, pues sabíamos de antemano que nada nos podían dar, pues ya les costaba sudor y lagrimas poder alimentarnos. Para nosotros era un lujo, cuando algún domingo por la tarde nos daban algunos céntimos con los que nos comprábamos un cartucho de recortes, en la confitería California, que estaba al lado de la Ermita del Socorro. Para quien no sepa lo que son recortes, eran lo sobrante de los distintos dulces y tartas, cuando el confitero los recortaba.
Mientras mi niñez transcurría placidamente, jugando y aprendiendo tantas cosas, en Córdoba sucedían cosas de las que yo era totalmente ajena.
En la década de los cincuenta a sesenta, se cuenta que fue la época dorada de la ciudad por su gran transformación, y el aumento de la calidad de vida de los cordobeses, comparándolo con los años anteriores. El Alcalde D. Antonio Cruz Conde, junto con el Obispo Fray Albino, fueron los artífices del gran cambio que la ciudad tuvo en esa época. Al principio de la década Córdoba recibió, entre otras, la visita de actores y actrices, tan famoso como María Félix, Ava Gardner y Antonio Molina. En las letras nos visitó Camilo José Cela. Reyes como Balduino y Fabiola; Hussein de Jordania; Mohamed V de Marruecos y Faisal de Arabia Saudita. Pero el gran acontecimiento fue la llegada del famoso Dr. Alexander Fleming, al que tanto debemos por su contribución a la ciencia médica al descubrir este la Penicilina.
En esta década surgieron los barrios del Campo de la Verdad y Cañero, así como el Parque Cruz Conde. Se encauzó el río Guadalquivir para evitar inundaciones en el Campo de la Verdad. Se crearon jardines y zonas verdes en el Parque Cruz Conde, se construyeron las avenidas de Carlos III y del Conde de Vallellano. En el cincuenta el Ayuntamiento crea el famoso Trofeo Manolete, en memoria del malogrado torero. En el cincuenta y dos aparecen importantes restos del templo romano en las obras del que hoy es nuestro ayuntamiento, y que podemos contemplar y admirar. En ese mismo año se recupera para disfrute de la ciudad el Alcázar de los Reyes Cristianos, después de haber sido utilizado como centro penitenciario durante el franquismo. En el cincuenta y tres el Ayuntamiento convoca el Primer Concurso Popular de Cruces de Mayo. Se inaugura, en ese mismo año, el Puente de S. Rafael (más conocido como el Puente Nuevo), junto a él se construyó un Triunfo del Arcángel. En el cincuenta y cuatro se terminan las obras de la Residencia Teniente Coronel Noreña (hoy desaparecida). Un año más tarde concluye la ampliación del viaducto del Brillante. En el cincuenta y seis se inaugura el monumento a Manolete. En ese mismo año nace el Primer Concurso Nacional de Cante Flamenco, a propuesta del poeta Ricardo Molina, y que tantas alegrías nos ha dado a todos los buenos aficionados a este arte, concurso en el que triunfó un joven de Puente Genil ganando todos los premios para los que se había presentado. Ha sido condecorado con diversos premios, entre los que destaca la Quinta Llave del Oro del Cante, tenemos la gran suerte de tenerlo entre nosotros y es querido y admirado por el público por su gran sencillez. Por ese año de mil novecientos cincuenta y seis se pone en marcha la Universidad Laboral. Se crea el Festival de los Patios Cordobeses y nace a su vez el mundo peñístico, que se conserva aún con bastante salud.
Destacan en la poesía los jóvenes Pablo García Baena y Antonio Gala (Por el que siento verdadera admiración. He tenido el placer de ver todas sus obras de teatro con las que he disfrutado enormemente). En la pintura destacan Antonio Povedano y Ángel López. En el cincuenta y ocho nace la Revista Córdoba en Mayo. También se inaugura el Aeropuerto de Córdoba, por Fray Albino, Obispo de la Diócesis, y el Alcalde D. Antonio Cruz Conde. Se inician las construcciones del ensanche de la carretera del Brillante; del Parador Nacional de Turismo de la Arruzafa; del Hotel Palace; las Lonjas Municipales; los mercados de abastos de Santo Campo de los Mártires (contribuyendo éste a la desaparición del cine de verano Avenida, que ocupaba el solar del mercado) y de la Plaza Gonzalo de Ayora. En el cincuenta y nueve, fallece el Obispo Fray Albino.
Al terminar ésta década yo tenía doce años, y puedo decir que aún siendo una niña ya había dejado atrás la niñez. A los once años tuve que dejar el colegio, sólo tenía un certificado de Estudios Primarios, eso sí con un hermoso sobresaliente. En esos momentos me llenó de orgullo, pero con el tiempo me he dado cuenta de lo poco que sabía y de lo mucho que me he perdido por no haber podido estudiar. No fue mi culpa, tampoco de mis padres, ellos hicieron todo lo que pudieron por darnos una educación y unos principios, que son la base principal para ser buena gente, y eso si que lo consiguieron.
Si este relato llega a manos de alguien que se haya criado en una de esas casas antiguas de patios de vecinos, seguramente recordará muchos momentos vividos, unos buenos y también otros malos, por qué no, pero de lo que estoy segura es que no le dejará indiferente, si esto es así me sentiré satisfecha, pero sobre todo para mí ha sido muy gratificante, pues esforzándome he logrado recordar muchos momentos que realmente tenía en el olvido y que si dejo pasar el tiempo posiblemente se perderían para siempre, y creo que mis nietos tienen derecho a saber la historia de sus abuelos que es, en definitiva, la de sus raíces.
Podría seguir contando muchas más cosas, pero sería demasiado largo y lógicamente no cabrían en tan breve espacio los veinticinco años que viví en esa mi casa, y en mis queridos patios.
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